Pedro Ruiz Torres
14 febrero 2022
Galería de fotos del Acto de investidura como Doctor Honoris Causa de la Universidad Miguel Hernández de Elche el 29 de octubre de 2004
Ruiz Torres, Pedro (Elche, 1951). Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, de la que fue rector durante ocho años, ha sido presidente de la Asociación de Historia Contemporánea y director de la revista Ayer. Ha publicado diversos trabajos sobre la crisis del antiguo régimen y la revolución liberal. Autor de los libros Señores y propietarios, cambio social en el sur del País Valenciano 1650-1850 (1981), La época de la razón (1993) y Reformismo e Ilustración (2008), este último dentro de la Historia de España dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares y publicada por Crítica/ Marcial Pons. Ha coordinado varios libros colectivos, entre ellos Història del País Valencià. Epoca contemporània (1990), Europa en su historia (1993) y el volumen de la revista Ayer dedicado a “La historiografía» (1993). También es editor del libro Discursos sobre la Historia. Lecciones de apertura de curso en la Universidad de Valencia 1870-1937, con una larga introducción (2000), y del estudio preliminar “Rafael García Ormaechea y la política de reforma social en el primer tercio del siglo XX”, incluido en la nueva edición del libro de Rafael García Ormaechea, Supervivencias feudales en España. Estudios de legislación y jurisprudencia sobre señoríos (2002), colección clásicos de la historiografía española de la Editorial Urgoiti. Sobre la cuestión de los usos de la historia y de las problemáticas relaciones entre historia y memoria ha publicado, entre otros trabajos, “Political Uses of History in Spain”, en el libro coordinado por Jacques Revel y Giovanni Levi, Political Uses of the Past. The Recent Mediterranean Experience (2002), y los artículos “Los discursos de la memoria histórica en España” y “De perplejidades y confusiones a propósito de nuestras memorias” en el número 7 (2007) de la revista electrónica Hispania Nova (incluidos en el libro coordinado por Julio Aróstegui y Sergio Gálvez, Generaciones y memoria de la represión franquista (2010). Desde 2002 dirige la revista «Pasajes de Pensamiento Contemporáneo».
Un año en el Instituto (por Pedro Ruiz Torres):
«Mi memoria me trae una imagen borrosa. Apenas soy capaz de descubrir los rasgos de unas pocas caras. El instituto se encuentra en Elche, junto al parque de palmeras e instalaciones deportivas, pero no estoy seguro de si la forma del edificio es verdaderamente la suya o la de tantos otros centros públicos educativos que conoceré más tarde. De lo que sí guardo una impresión nítida es del nerviosismo y de la impaciencia con que espero la entrada en clase. Todo es nuevo para mí. Acabo de terminar el bachillerato en los Salesianos. Allí no hay preuniversitario y la mayoría de mis compañeros de curso han decidido ir al colegio de la misma orden religiosa en Alicante. Unos pocos preferimos quedarnos en Elche y matricularnos en el instituto. No me ha costado convencer a mi madre. Mi padre, sin decírmelo, se alegra.
Aquel bachillerato de seis años, que había comenzado a principios de los sesenta cuando era todavía un niño y no había instituto en Elche, se acabó para mí en el verano de 1967. Ahora es octubre y todo es distinto. He cambiado mucho en esos seis años. Mi círculo de amigos se ha ampliado y no son sólo los compañeros del colegio. Algunos de esos nuevos amigos han ido al instituto, pero no voy a encontrármelos. Dejaron los estudios y están trabajando. Elche es una ciudad industrial en pleno crecimiento y las empresas necesitan mano de obra. Si he optado por el instituto de “La Asunción” es porque siento la necesidad de prepararme para ir a la universidad en un ambiente distinto del de los Salesianos. Tal vez es lo único que tengo claro. Aún no sé qué voy a estudiar en la universidad si apruebo el Preu y el Selectivo. Mi bachillerato es de ciencias. En quinto curso los resultados del “test de inteligencia” y el criterio de los profesores han ayudado a que eligiera el bachillerato de ciencias y no el de letras. Parecía un consejo con fundamento. La clase de latín de cuarto de bachillerato había sido una tortura para mí. Recitábamos de memoria las declinaciones, de pie y puestos en círculo, y los alumnos que acertaban pasaban por delante de los que se equivocaban. El temor de ir hacia la cola me producía dolor de barriga. La historia de los reyes y las batallas era de una monotonía insufrible. Me gustaban las matemáticas y la química, pero no demasiado. Leía para entretenerme, sobre todo novela policíaca, y tenía condiciones para la música, pero nadie pensaba entonces que eso pudiera convertirse en una profesión o en una forma segura de ganarse la vida. Además, mi padre y mi hermano mayor eran médicos. ¿Tal vez quisiera seguir la tradición de la familia? Joaquín Marco, mi amigo y compañero de los Salesianos y ahora también en el instituto, estaba empeñado en ser médico, a pesar de que su bachillerato le obligaba a hacer el Preu de letras, pero a mí me dejaba indiferente la medicina. ¿Qué iba a estudiar si entraba en la universidad?
Octubre de 1967. En el patio, por cursos, aguardamos y hablamos unos con otros. Las filas se deshacen y vuelven a formarse. Poco se parece aquello a la espera casi en silencio y en perfecto orden en los campos de deportes de los Salesianos. La mayor libertad de que me han hablado comienzo a sentirla. Los profesores sólo intervienen cuando hay amenaza de desmadre. Algunos bromean con nosotros. Quizás sea así o tal vez me lo haya inventado, pero creo que uno de ellos, ese profesor de historia que da clase a un curso inferior al nuestro y no pasa desapercibido ni siquiera para quienes no somos sus alumnos, se llama Vicente Castell y va a ser mi futuro cuñado. Entonces, por supuesto, ni lo sospechaba. En las filas de los cursos a la espera de entrar en el aula hay chicos ¡y chicas! Mala suerte la nuestra, pero al menos hay tres chicas en nuestro grupo, entre un montón de alumnos del sexo masculino. No conozco a la mayoría de los que estamos en el patio. Los profesores son nuevos, casi todos los compañeros son nuevos, yo también soy nuevo en el instituto.
Entramos en clase y siguen las novedades. Me resulta más fácil de lo previsto hacer amigos. Son muchos y tengo mala memoria para los nombres, pero hay algo que recuerdo por encima de cualquier otra cosa. Nunca he tenido antes una experiencia de compañerismo en clase como la de ahora. La competitividad queda en segundo plano, muchas veces ni se percibe. Por fin pierdo de vista la manía de los premios y de los castigos, que tanto alimenta el amor propio y el resentimiento. Aquí no hay alumnos magníficos en todo y burros por naturaleza, la cosa está más repartida. En el preuniversitario de ciencias tenemos física, biología y matemáticas, pero también historia de España, literatura española y filosofía. Cuesta sacar buena nota en esas asignaturas y los alumnos que lo consiguen no son siempre los mismos. Los resultados de cada uno de nosotros varían según las materias. Me gusta la física, tampoco tengo problema con la biología. Los profesores, un señor mayor y una joven muy atractiva, explican de modo claro y sencillo. El profesor de literatura es un señor formado en la Universidad de Murcia. Nos recomienda un libro de texto y lo seguimos. No es Narciso Merino, que ocupará la cátedra de literatura un curso después del nuestro y, por lo que parece, dejó una enorme huella en sus alumnos. El hueso más hueso es la asignatura de matemáticas. Pinchamos la mayoría. Don Baltasar explica con un nivel alto que no tenemos. Pronto se corre la voz de que hay una academia privada, la de Don Pedro, en la que otro profesor, un maestro depurado por el régimen de Franco, enseña unas matemáticas que se entienden, lo que permite seguir mejor las clases de Don Baltasar en el instituto. Allí nos vemos casi toda la clase. Don Pedro enseña matemáticas y la ceniza se le cae del cigarrillo. Aprendo mucho en poco tiempo, pero las matemáticas continúan siendo lo que más me preocupa, como les ocurre a casi todos mis compañeros. Con frecuencia nos ayudamos en esa y en otras asignaturas. Estudiamos en grupos y lo haremos todavía con más frecuencia cuando llegue la primavera y falte poco para los exámenes finales. Saldré entonces de casa y regresaré a altas horas de la noche, pero no sólo por el estudio, también porque no nos cansamos de hablar de lo divino y de lo humano. Hay buenos compañeros y un delegado de curso, serio y formal, de ideología bastante conservadora, que nos representa muy bien y transmite a los profesores nuestros problemas y nuestras quejas.
Si la asignatura de matemáticas es el hueso de los huesos, en segundo lugar y a poca distancia se encuentra la historia de España. ¿Cómo es posible? A mí la historia en el bachillerato siempre me había parecido la típica asignatura que se podía estudiar en el último momento. Con poco esfuerzo conseguía buenas notas. Bastaba con ejercitar la memoria en vísperas del examen y recordar lo que estaba en el libro de texto. Sin embargo, las clases de historia de España en el instituto van por otro camino. Tenemos un libro denso que se titula Introducción a la historia moderna y contemporánea de España, con mucho texto y pocos mapas e ilustraciones, de dos autores cuyos nombres no me dicen nada, aunque más tarde sabré que se trata de dos excelentes historiadores de la Universidad de Valencia, Joan Reglà y José María Jover. La profesora no repite en clase lo que hay en dicho libro. Introduce los temas, plantea cuestiones, desarrolla y relaciona asuntos y yo voy completamente perdido, porque esa forma de explicar en una asignatura de letras y más si se trata de historia es la novedad más grande que percibo entre tantas otras novedades. También el profesor de filosofía hace algo parecido, pero le entiendo menos y salta de un tema a otro, mientras que la profesora de historia me impresiona por varios motivos. Razona de manera ordenada y coherente, domina la materia que imparte y esta me interesa mucho. Es una mujer alta, joven, atractiva de manera diferente a la profesora de biología. Tiene una fuerte personalidad y su mirada impone. Sigo atento la historia que nos explica y tomo apuntes. Nos dice que en la historia hay problemas, como en las matemáticas, y para desesperación de los de ciencias su asignatura resulta difícil de aprobar, no digamos si se trata de sacar buena nota. Quienes la han tenido como profesora el año anterior en el instituto nos avisan que es un hueso y, en efecto, lo va a ser en Preu, el segundo hueso en orden de importancia tras las matemáticas.
Seguimos en silencio las clases de esa joven profesora. Se llama Pilar Maestro. Procuro tomar al pie de la letra lo que dice y me preparo a conciencia el primer examen. El interés que me despierta por una vez la historia hace que lea varios libros muy gruesos que tiene mi padre y conteste las preguntas con todo lujo de detalles. En la respuesta a una de las cuestiones del examen, sobre el descubrimiento de América, no vacilo en reproducir algo de lo que he leído sobre el número de viajes de Colón, sus acompañantes, lo que llevaban consigo y el trayecto que realizaron. Estoy orgulloso de la empollada. Llega el momento de saber las calificaciones. Pilar Maestro tiene un modo de dar las notas que nos mantiene en vilo. Comienza de menos a más puntuación. Me nombra y me entrega el examen. En rojo hay un cinco con una flecha hacia abajo. El desconcierto es absoluto. Mi aprobado es tan ramplón que estoy al borde del suspenso. ¿Cómo es posible, después de haber estudiado tanto y de llenar el examen de nombres propios, de cifras y de fechas? Verdaderamente esta profesora es un hueso y va crearme un problema tan gordo como el de las matemáticas, con la diferencia de que aquí no hay academia de Don Pedro para ayudarme a resolverlo. Si la historia empieza a parecerme difícil, cosa que ni se me había ocurrido pensar antes, lo es encima por partida doble. ¿Quién va a sacarme del atolladero? Podría hablar con la profesora, pero me corto en su presencia y soy poco hábil para establecer este tipo de relaciones, me falta experiencia. Por fortuna hay un compañero de curso que me ayuda. Siento no acordarme ahora de su nombre, no he vuelto a verlo, pero sé que su ideología era de izquierdas, como la mía, y además estaba políticamente comprometido, como supe más tarde. El bachillerato lo había cursado en el instituto y había tenido a Pilar como profesora el curso anterior. Acababa de sacar la mejor nota del primer examen de historia y le pregunté cómo lo hacía. No tuvo inconveniente en decírmelo y su respuesta me hizo entender por fin dónde estaba la dificultad. No se trataba de poner en el examen muchas cosas, sino de tener ideas claras con el fin de responder a las preguntas que debía hacerme para explicar los hechos y los procesos históricos. Empecé enseguida a darme cuenta de que esas preguntas eran del tipo ¿por qué Colón descubrió América?, ¿por qué el oro y la plata de América no trajeron en España el desarrollo del capitalismo?, ¿por qué la monarquía de los Austrias entró en decadencia?, ¿cómo podía explicar los conflictos sociales, el de las Comunidades y el de las Germanías en el siglo XVI, la expulsión de los moriscos a principios del XVII…?
Aprendí en primer lugar a tomar apuntes en clase, lejos de la manía de copiar todo lo que decía la profesora. A cambio, ahora seguía sus explicaciones con la atención necesaria para retener las ideas fundamentales que me permitieran luego recordar los argumentos que había dado en clase. El núcleo fundamental en torno al cual se articulaba la materia era la pregunta “por qué sucedió aquello de esa manera y no de otra”. Luego se trataba de estudiar esos apuntes y para ello había que hacerse esquemas, volver una y otra vez sobre las cuestiones importantes y tener respuestas que verdaderamente entendiera. Para estar seguro, nada mejor que expresar esas ideas con mis propias palabras. Cuando no lo hacía y repetía de memoria algo que había dicho la profesora o leído en alguna parte, sabía que todavía no había comprendido lo importante. Desde luego era difícil explicar los hechos y los procesos históricos, saber por qué ocurrieron de esa forma, mucho más difícil que aprenderse de carrerilla la descripción de lo sucedido con todo lujo de detalles. Difícil lo era, pero también mucho más interesante, porque la historia entendida como un conjunto de problemas se parecía a las matemáticas, como nos había dicho Pilar Maestro, pero para mí tenía además un interés mayor. Se trataba de problemas de los seres humanos en otras épocas y ello nos ayudaba a entender nuestros problemas. Había relación entre el pasado y el presente, un presente -el de entonces- que parecía traer el final de la dictadura, la movilización creciente a favor de la recuperación de las libertades y los derechos básicos, y la protesta estudiantil –pronto llegará mayo del 68- contra el capitalismo y la cultura burguesa.
Tercer examen de Pilar Maestro. Acabamos de examinarnos del final del reinado de Carlos II, la guerra de Sucesión y las consecuencias del cambio dinástico con la llegada de los Borbones. Al modo habitual, Pilar nos entrega los ejercicios corregidos. Comienzo a ponerme nervioso. Debe haberse olvidado de que existo porque va por las mejores notas y ni me nombra. Sólo queda un ejercicio. Alza su mirada y pregunta: “Pedro Ruiz. ¿Quién es Pedro Ruiz?”. Levanto el brazo y me entrega el examen. Un nueve y medio. Resulta difícil transmitir la sensación de aquel momento que me ha acompañado el resto de mi vida. El haber sacado la mejor nota en el examen del segundo de los huesos, la historia de Pilar Maestro, tiene un valor enorme para mí y percibo que también para mis compañeros. Nunca he sido en el colegio el primero de la clase, ni lo pretendía, porque me iba mejor sin parecer un empollón repelente, con el que los demás se metían. Ahora, sin embargo, se trata de otra cosa. La respetada y temida profesora de historia me ha puesto la mejor nota sin saber quién soy. Mis compañeros de curso valoran aquello, del mismo modo que yo también lo había hecho en los dos primeros meses del Preu. Y hay algo más, mucho más importante. Empieza el año 1968 y en los meses siguientes tendré muy claro que me gusta la historia que nos enseña Pilar Maestro. Quiero ir a la universidad en la que ella ha aprendido ese tipo de historia. Trabajo mucho y con ganas en el instituto. Mis notas son buenas, como nunca antes lo habían sido. Apruebo el Selectivo en junio, un examen que recuerdo largo y complicado, en una de las aulas de un instituto en Alicante, con un ejercicio de matemáticas bastante difícil. Sin embargo, por más que esté contento de los resultados, mi elección no cambia. El Preu de ciencias en el instituto de “La Asunción” me ha servido de mucho y recuerdo con gratitud a los profesores y compañeros que tuve ese año, pero hay algo muy especial. He descubierto que tengo capacidad para una cosa que me gusta y puedo estudiar en la universidad, la historia que he aprendido en las clases de Pilar Maestro y seguiré aprendiendo cuando entre en la Facultad de Filosofía y Letras en Valencia. De nuevo mis padres me dejan hacer lo que he elegido, aun cuando sus preferencias sean una carrera de ciencias o al menos que me quede más cerca, en Murcia o mejor todavía en Alicante, que empieza en 1968 a tener estudios universitarios. No volveré a ver a Pilar Maestro hasta mucho más tarde. Un día, en Valencia, en una gasolinera, Julia se acerca y le saluda. Ella no se acordaba de mí, pero sí de de la hermana de Vicente Castell, su compañero y amigo desde los tiempos del instituto de Elche.
Todavía hoy, a los cuarenta y cinco años de aquel preuniversitario en el instituto de “La Asunción”, sigo poniendo en rojo flechas para arriba o para abajo junto a las calificaciones de los exámenes. A mis alumnos les digo que la historia es un tipo de conocimiento en el que es preciso hacerse preguntas y tener ideas claras, y a veces les hablo de cómo antes de entrar en la universidad lo descubrí en la clase de historia de Pilar Maestro. Aprender ese tipo de historia cuesta, les advierto, pero resulta muy satisfactorio. Ahora bien, han de tener en cuenta que si piensan por sí mismos tendrán dudas, porque si todo parece claro de entrada es casi seguro que todavía no han entrevisto aquello que verdaderamente importa. A veces protestan y se desesperan porque voy muy deprisa e intento convencerles de que no se trata de recoger al pie de la letra mi intervención en clase, sino de tomar apuntes de otra forma. Son cosas que aprendí en el instituto de “La Asunción” en Elche, entre otras muchas, en aquel curso 1967-1968 para mí inolvidable.»
Valencia, 16 de julio de 2013
HERNÁNDEZ, Mari Paz y ORS, Miguel, eds. (2013), Instituto de La Asunción: 50 años, 50 miradas, págs. 292-299.